Espejos rotos.


Espejos rotos.

Quizá la tradición de la mala suerte que traen los espejos rotos ha venido desde la primera fabricación tecnológica, una vez que el agua dejó de ser  nuestro mejor reflector.
Es probable que la triste fortuna haya sido, desde entonces,  la típica consecuencia que pagamos con las emociones cuando nos hemos estado observando en una falsa realidad que se desmorona, se parte o se atomiza, en el preciso instante en que queda revelada su verdadera estrategia de espejar sin que podamos saber quién –realmente- se está viendo allí.
Podemos pensar entonces que todo lo que ven los ojos es aquello que está fuera de nosotros, en un sitio que nos parece ajeno  a ellos.
Quizá  identificar como extraño a nosotros todo cuanto puede ser percibido por cualquiera de nuestros sentidos; de ese modo lo percibido no es quien percibe sino todo cuanto está fuera (alrededor, cerca, lejos incluso en la mente) del que resulta consciente de lo que recibe como información.
¿Y qué es todo este aparente embrollo de palabras?
Una de las tantas posibilidades para exponer que cuando estamos ante un espejo, sea éste visual o auditivo; táctil o gustativo e incluso del tipo de percepción que sugiera dicho espejo; estamos en presencia de una imagen (visual, sonora y demás), de una reproducción de nosotros mismos devuelta a los sentidos como el eco de una voz en la soledad de una montaña.
Todo esto sirve en definitiva para reforzar una idea que tenemos sobre nosotros y luego, al ver alrededor a esos otros que son ni más ni menos que nuestros pares sociales, nuestra familia, los amigos, los colegas de trabajo, los vecinos, sin excluir  a la naturaleza y en ella a todos sus reinos (quizá comarcas de una diversidad de habitantes), sin duda nos preguntamos cómo se verán en sus espejos.
Entre tanto, en lo que va de la existencia de cada quién, hemos ido aprendiendo que la vida tiene un sentido, que hay reglas en apariencia irreversibles como el caso de la muerte física tanto como los plazos o las medidas de tiempo; que somos repetidores de experiencias porque nos cuesta aprender o bien porque aún no sabemos si acaso no nos place más sufrir e incluso porque no decidimos egresar de aprendices. De todo esto resulta indiscutible que todo y todos cobramos sentido para cada ser viviente en tanto dura su proceso de vida; la interacción es una evidencia a lo largo de todo vestigio histórico recorrido e incluso lo seguirá siendo para cada mortal hasta que dejemos de percibir la vida tal y como la conocemos.
Volvamos a la vida, a esta que nos conecta en este escrito para comprobar que sentimos todo tipo de emoción en tanto los sentimientos se encuentran y desencuentran a cada instante (momento a momento) moldeando una biografía que relata sucesos incontables de alegrías, sufrimientos, ilusiones, encuentros, pérdidas, apegos, miedos, odios y amores de vez en vez.
¡Claro! Son las vivencias con aquellos otros del escenario compartido: la familia, la sociedad y todo eso encarnado en quienes saben lucir los trajes de los vínculos de manera más perfecta aún que aquéllos ropajes que lograría el mejor vestuarista de cualquier obra de teatro.
Y así, casi como en un cuento llevado a un guión por la mano de quién sabe qué excelso escritor, los personajes provocan emociones, los sentimientos emergen y se atesoran las memorias en un interminable collar de células.
Cada persona es un espejo de la otra pero no para errar creyendo que es la propia imagen reflejada; no para sostener la creencia de que son proyecciones de la mente;  no para sentir la devolución del miedo o la culpa interminables sino para tener la “gran-diosa oportunidad” de poder diferenciar la dualidad de dos espejos revelando una situación y dos conductas al respecto.
No somos la violencia del otro sino la capacidad de convertirnos en paz; no somos ninguno de los aspectos que el otro nos refleja sino la posibilidad de ver cuanto no somos, porque de ese modo iremos descubriéndonos.
Es cierto que reconocernos “uno con los otros y con todo” es aplicar el sentido común a la vida porque estamos inmersos en un mismo entramado de hilos de luz y sombras (de una forma de existir en el planeta); sin embargo,  no distinguir la responsabilidad de conocernos a nosotros mismos de las falsas creencias de ser lo que otros dicen que somos (virtuosos o por demás incompletos; eso da igual), es crear espejismos en donde ni siquiera hay un espejo.
Tal vez sea el momento de darnos cuenta de la diferencia entre aprender  y hacernos cargo de vivir en la más absoluta coherencia siendo hoy,  con respecto de lo que significa vivir en el ayer haciéndonos cargo de culpas o memorias del pasado; porque eso es realmente lidiar con la mala suerte de cargar –innecesariamente- con los pedazos de historia de tantos y tantos espejos rotos.
Graciela Khristael
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